miércoles, 12 de diciembre de 2012

Café San Bernardo


A mitad de camino, o apenas si llegando a la mitad. No es el principio, tampoco el final. Eso es el martes, el día amorfo de la agenda semanal: ni chicha, ni limonada. Imperioso encontrarle la vuelta para poder llevarlo adelante y ganarle la batalla al tedio. Es por esto mismo que, aunque mi muñeca no sea un lujo, voy a ir a visitar ese lugar tan exótico que ancla sus raíces en la tierra que descansa mansamente bajo el asfalto furioso que alfombra la legendaria Avenida Corrientes.
Ya conozco el truco: se trata de respirar todo el O2 que se pueda porque cruzar la puerta es subirse a una nube de humo y polvo. Café San Bernardo está en ruinas, y no lo esconde. Sus paredes y el techo hecho escombros, sus rincones atestados de andamios colgantes y una capa de polvillo que lo cubre todo. Pero acá nada de eso importa porque las vedettes son las mesas de pool y claramente las de ping-pong, desde donde brota el ruido cíclico que queda retumbando en los oídos.
Check-in hecho. Ahora: luz, mucha luz. Anteojos de marco negro y grueso, gorras anchas, ropa de feria, bicis, amor por el cuidado del medio ambiente, bigotes y la música moderna. Así son los bernarditos que frecuentan el antro anti-moda en boga. Mesas antiquísimas (sólo porque viejos son los trapos), sillas plásticas apiladas, mozos de escuela y la barra que exhibe en vidriera el menú que no pasa de moda terminan de completar el panorama: cafetín de Villa Crespo o cuna de hipsters, da igual.
Café San Bernardo es mi Israel en Buenos Aires. Ese pequeño territorio que se disputan 14 tribus, que vale menos por lo que es que por lo que representa. Terreno donde se edifica el futuro y la juventud, donde se inspira el creador antes de darse de bruces contra el circuito comercial que lo ahoga y lo condena. Este es ese  lugar.
Aquí se respira una tensa calma, y en ese suspiro me nutro de inframundo, de contra-moda, y me divierto y dejo un mensaje y vuelvo, martes tras martes, a buscarlo y reivindicarlo.

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